Digamos que el laicismo tiene como fundamento principal el libre examen, es decir el derecho a percibir, analizar, estudiar, conocer, sacar conclusiones, comunicar y actuar, según los dictados de la razón, que la determinan nuestras propias facultades. Como defensor de la tolerancia, cuyos postulados fundamentales son la libertad de conciencia y el principio de la no discriminación, en otras palabras, laicismo es equivalente a hablar de la libertad de pensamiento, a la facultad de rechazar el dogma o la “verdad revelada”, que es el grito de la conciencia que rechaza la esclavitud de ideas pre-dirigidas e impuestas, ha sido capaz de enfrentarse a todos los totalitarismos religiosos, a los dogmas eternos e inamovibles y a los poderes sacramentales definitivos e inapelables, destinados a mantener a la sociedad bajo la dependencia de la jerarquía institucional de las iglesias, y poco a poco ha ido liberando al hombre de la servidumbre a la que han querido someterlo los movimientos fundamentalistas e integristas.
La conclusión es que en la historia de la humanidad se ha dado un proceso de laicización progresivo, que dista bastante de haber concluido aún. No manifiesta que solo con la separación de la Iglesia y del Estado se logra un Estado Laico que reconozca la libertad de conciencia y los derechos fundamentales del hombre, sino que se necesita, como base inequívoca y ostensible, una sociedad que crezca y se desarrolle en un ambiente de paz, diversidad y pluralidad en lo político y moral.
En inicios del siglo XVIII, se comenzó la tarea de definir en América Latina los límites de sus Estados, sus fronteras fueron trazadas según los intereses políticos y religiosos de los centros dominantes, sin tomar en cuenta las fronteras étnicas ni las regiones históricas antiguas. Nos independizaron ciertamente (1821 caso de Guatemala) pero no alcanzaron a darnos la independencia sobre los yugos imperantes en las tribunas del fanatismo. Y en ese contexto perdura la frase “Invocando el nombre de Dios” como acápite principal de nuestra Carta Magna – Constitución Política de la República de Guatemala- de la misma forma en que en uno de sus principios fundamentales, reconoce la personalidad jurídica a la Iglesia Católica (preferentemente sobre las demás, según el texto de su artículo 37 de los Derechos Individuales –interpretación personal-; pudiendo obtener dicho reconocimiento las otras iglesias conforme a las reglas de su institución, sujetándose al trámite respectivo de conformidad con la ley).
El interés de los Jesuitas hacia el siglo XVIII en recuperar una masonería influenciada por la Iglesia Católica y en defensa de los intereses de Roma, les llevaron a alentar la aparición de ciertos grados caballerescos dominados por el Escocismo Estuardista[1]. Ciertos ritos templarios llevaban marcas indelebles de los compañeros de Jesús. Los hijos de Estuardo y los Jesuitas brindaron su total apoyo para la utilización de las logias masónicas escocesas, cuyo respeto por la tradición servía a su causa y al catolicismo. Y los altos grados favorecieron esta acción. Se denominaban Logias de San Juan, por el valor simbólico que la masonería medieval atribuía a dos festividades cristianas coincidentes con el solsticio de verano e invierno. Siendo en ese siglo la masonería un recinto de reflexiones espirituales, empezaron a adherirse a ella muchos especuladores intelectuales de diversos niveles. La participación en los debates de las logias masónicas operativas ajenas a la construcción, fueron aceptadas y apuntaban a espíritus críticos como masones aceptados. En algunas logias eran mayoritarios, y procedían tanto del ámbito católico como del protestante.
[1] En Francia, la dinastía de los Estuardo era la heredera de una tradición escocesa que remontaba hasta la antigua logia de Kilwinning del siglo XII y al rey Robert Bruce con sus caballeros templarios del siglo XIV, dicha dinastía había conservado y transmitía antiguas iniciaciones, los Estuardo eran los Superiores Desconocidos que gobernaban secretamente a la Masonería, el Pretendiente al trono de Inglaterra, en el exilio en Francia, había fundado un Soberano Capítulo Rosa-Cruz en la ciudad de Arras, y de esta Masonería se originaba una filiación operativa y anterior a la Masonería especulativa que se habría transmitido hasta la actualidad.
[2] Clemente XII, en su Encíclica “In Emminenti” de 1738, hasta nuestros días, reiteradamente los soberanos Pontífices han condenado las sectas masónicas, y el Código de Derecho Canónico señala: “Los que dan su nombre a la secta masónica o a otras asociaciones del mismo género incurren en excomunión” (Canon 2335).
(Imagen tomada de Etiópica)
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